Diciembre 29, 2019
El acuerdo constitucional de la madrugada del 15 de noviembre no debiera comprenderse sólo como un arreglo destinado a definir las reglas para la redacción de una nueva Constitución para Chile. Es también una oportunidad para avanzar hacia la construcción de una política verdaderamente participativa y representativa. La paridad de género es un piso ineludible para que el proceso se despliegue de forma legítima y creíble.
Para considerar seriamente los derechos humanos de las minorías no podemos centrarnos solo en los números pues las minorías lo son en términos de poder y de capacidad de ejercicio de derechos. Y las mujeres somos minoría, no hay duda. La violencia selectiva hacia nosotras es parte cotidiana de nuestra moderna democracia. La violencia doméstica, la pobreza -que como forma de violencia tiene rostro de mujer. La violencia sexual en la calle, en los colegios, en las iglesias, en el hogar. En fin, la violencia que implica ser discriminada en prácticamente todas las esferas de la vida, tiene que terminar. La violencia de género -real y simbólica- opera como una forma de opresión subyacente a la propia estructura de nuestras sociedades, a la forma en que organizamos el Estado y, por cierto, al modo en que comprendemos el Derecho.
En Chile las mujeres somos más de la mitad de la población, por lo que seremos más de la mitad de las personas que viviremos bajo la vigencia de la nueva Constitución. Resulta imprescindible que el órgano constituyente garantice paridad de género pues está comprobada la estrecha conexión que existe entre las injusticias distributivas y la falta de representación política. Porque sí, las mujeres somos mayoría en número, pero minoría en poder pues este juego está diseñado para que perdamos.
Vivimos en un contexto donde la discriminación que sufrimos en la esfera profesional es fruto de las injusticias que enfrentamos en la esfera privada por la desigual repartición de los trabajos domésticos y de cuidado. Las mujeres son mayoritariamente tratadas, en la esfera productiva, como trabajadoras sin un proyecto real pues, socialmente, ya están investidas en la esfera privada de un rol social fundamental, el de ser madres y cuidadoras ¿Cómo modificar este milenario estado de cosas? El objetivo perseguido por la paridad es, precisamente, restablecer las fronteras entre la esfera privada y la profesional redibujando los roles de género.
Pero ¿constituyen estas medidas una afrenta al principio de igualdad? Sabemos que la igualdad es, de modo inmediato, no discriminación y no discriminación es simplemente la cancelación de ciertos rasgos como razones relevantes para la diferenciación normativa. Ahora, el principio de igualdad, correctamente entendido, contiene dos subprincipios que, siguiendo la clásica máxima de Aristóteles, nos pide “tratar igual lo que es igual, y diferente lo que es diferente”. Así, una correcta comprensión del principio de igualdad nos obliga a reconocer al subprincipio de igualdad por equiparación y, a su turno, al subprincipio de igualdad por diferenciación.
Expliquémoslo con un ejemplo: Estaremos en presencia de la aplicación de las reglas de la “igualdad por equiparación” cuando consideramos que la riqueza personal de las personas es irrelevante para reconocer el derecho a sufragio. Al contrario, nos moveremos en el modelo de “igualdad por diferenciación” cuando mantenemos que la riqueza sí es relevante a la hora de establecer impuestos, de modo que sería injusto pedir a todos que pagaran lo mismo. Así, podría decirse que tan contrario al principio de igualdad es proponer diferentes consecuencias normativas (derecho a sufragio) en base a rasgos “irrelevantes” (la riqueza), como proponer la misma consecuencia normativa (monto de impuestos) ignorando la presencia de rasgos “relevantes” (riqueza personal).
El principio de igualdad, sostenía Rawls en su Teoría de la Justicia, requiere otorgar a las personas una auténtica igualdad de oportunidades prestando más atención a quienes han nacido en las posiciones sociales menos favorables que demandan que la sociedad las compense por esas desventajas contingentes. Norberto Bobbio defendía: “no resulta superfluo reclamar la atención sobre el hecho de que, precisamente con el objeto de situar individuos desiguales por nacimiento en las mismas condiciones de partida, puede ser necesario favorecer a los más desposeídos y desfavorecer a los más acomodados, es decir, introducir artificialmente, o bien imperativamente, discriminaciones de otro modo no existentes. Es así como una desigualdad se convierte en instrumento de igualdad, por el simple motivo de que corrige una desigualdad precedente”.
En esta línea, una política crucial de compensación encaminada a la igualdad real requiere de medidas de acción positiva para la integración paritaria en la Convención Constituyente. Si tenemos paridad podremos trabajar para que la nueva Constitución incorpore compromisos serios que consideren nuestros particulares intereses. Por ejemplo, que el Estado nos garantice el derecho a una vida libre de violencia física, psicológica, moral y sexual tanto en el ámbito público como privado; que el Estado se comprometa a instaurar medidas efectivas contra la explotación de género originada por la transferencia a los hombres de los frutos del trabajo de cuidado gratuito de los niños, enfermos y ancianos que hacemos las mujeres. Se debe comprender que las tareas de cuidado son obligación de toda la sociedad y que quienes las realizan deben ser remunerados y compensados por el Estado por las pérdidas de bienestar que ello les signifique.
En fin, estas y muchas otras medidas en favor de las mujeres chilenas (de todas las clases sociales, credos y culturas) requieren que se les permita tener voz propia en la Convención Constituyente. Cualquier infrarrepresentación en esta instancia constituirá una pérdida para este proceso constituyente y cuestionará seriamente su legitimidad democrática.
Nota original publicada el Domingo 29 de diciembre de 2019, en El Mercurio de Valparaíso.