La parábola de la Lista del Pueblo

Guillermo Moreno

Agosto 28, 2021

La lista del pueblo quiso tomar el camino fácil: ser un partido sin cargar con el estigma y actuar como tal evitando las exigencias y condiciones que cualquier democracia seria les impone.

La Lista del Pueblo ha dado mucho que hablar desde su reciente aparición en la escena política nacional. Este “movimiento” que surge a partir de la acumulación de descontento y evidente rechazo a las instituciones tradicionales consiguió una relevante participación en la convención constitucional, lo que, más allá de una performance novedosa, constituye un fenómeno natural que se produce en contextos de crisis políticas que enfrentan las democracias en el mundo.

En tal sentido, la aparición de nuevos actores políticos es un hecho que ha ocurrido durante diversas crisis económicas, políticas y sociales en distintos países y en diferentes momentos históricos. Hasta ahí, nada nuevo. Sin embargo, la irrupción de nuevos actores en el marco del estallido social chileno tiene ciertos rasgos que suponen un serio riesgo más que una oportunidad de -necesaria- renovación de liderazgos.

En primer lugar, la lista del pueblo nace como una mera plataforma electoral de cara a una elección específica y al alero de un discurso tan superficial como etéreo: erigirse como los auténticos representantes del pueblo, a diferencia de todo el resto de las fuerzas políticas que responden a intereses perversos y egoístas en desmedro de la gente. Nada muy original ni sofisticado.

Al mismo tiempo, esta plataforma electoral carece de una matriz política-ideológica, al no disponer de una visión consistente sobre como organizar la sociedad, cuestiones elementales e indispensables de cualquier proyecto que aspira a ejercer el poder. Si bien promueven una serie de causas y buscan solucionar problemáticas reales, prescinden de un cuerpo de ideas integral que sostenga su práctica como colectivo y que oriente la articulación de un discurso coherente. Hasta ahora solo hay vagas alusiones a ciertas demandas y consignas genéricas relativas al estallido social.

La esencia de la Lista del Pueblo evidencia una contradicción que carece de toda lógica democrática: la exaltación de la independencia política como signo de virtuosidad y garantía de pureza. Es decir, una simplificación a ultranza, que instala una falsa disputa moral entre buenos -independientes- y malos -los partidos-. Convocar personas sobre la base de un pensamiento común con el objetivo de generar transformaciones mediante el ejercicio del poder es la finalidad propia de los partidos políticos. La diferencia está en quienes tienen la voluntad de presentar las cosas como son, sin eludir la responsabilidad que implica la búsqueda del poder, frente a aquellos que disfrazan sus reales pretensiones.

Esto no se trata de una cuestión semántica, es un asunto de fondo. Los sistemas democráticos en el mundo se fortalecen en la medida que el desempeño de la actividad política y la búsqueda del poder está subordinada al estado de derecho, lo cual implica que quienes pretenden organizarse para acceder, ejercer y disputar cargos de representación popular deben someterse a un conjunto de reglas que regulan el financiamiento, el acceso a la información, la organización interna, los derechos de las personas, e incluso nuevos desafíos como la participación con igualdad de género y la no discriminación.

La génesis puramente electoral sin una real construcción política explican las sucesivas renuncias en un período de tiempo tan breve, y los quiebres internos que este grupo de personas ha protagonizado hasta ahora. Esa falta de consistencia ideológica llevó a que los paladines de la independencia proclamaran, paradójicamente, a dos candidatos presidenciales con largo historial político y trayectoria partidaria como lo son Cristian Cuevas y Diego Ancalao. Por un lado un ex PC que se desempeñó como agregado laboral en la Embajada de España durante el segundo gobierno de Bachelet y que ha enfrentado sin éxito seis elecciones desde 1996, y por el otro un ex DC con diversas derrotas electorales en diferentes partidos políticos.

La proclamación de un candidato presidencial con 43 votos, el descubrimiento de boletas millonarias y pagos irregulares a familiares directos de candidatos, e incluso el reciente escándalo en la presentación de patrocinios firmados por un notario fallecido son el resultado de la actividad política al margen de la regulación legal que impone la Ley de Partidos Políticos. El disfraz de la independencia hoy es rentable, pero solo genera una espacio de opacidad que promueve el abuso de malas prácticas y conductas ilegales que debemos erradicar y combatir.

La lista del pueblo quiso tomar el camino fácil: ser un partido sin cargar con el estigma y actuar como tal evitando las exigencias y condiciones que cualquier democracia seria les impone. Sin quererlo están dando una lección sobre la importancia de las instituciones, y nos enseñan que la crisis de confianza no se enfrenta con fórmulas simples ni discursos superficiales. Hoy, Chile vive un proceso inédito en su historia, y quienes estamos en política debemos tomarnos en serio la gravedad de la deslegitimación social, reivindicando a los partidos como herramienta de cambio y participación.

No debemos abrir paso a quienes creen que la política es fácil y subestiman la dificultad intrínseca de la democracia, como diría Giovanni Sartori, “es una verdad reconocida que cuando se hace que las cosas parezcan más sencillas de lo que son, en realidad se las complica”.

Columna publicada originalmente en entrepiso.cl

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